Cuando hace unos años empecé a leer más sobre el ciclo menstrual asombrada de lo poco que conocía mi cuerpo, pensé —como me ocurre con todos mis pequeños descubrimientos — que era la última en llegar y que el resto de mujeres ya estaban familiarizadas con las fases, las hormonas, los cambios.
Sin embargo, el otro día hablando con N se quejaba de lo mucho que le costaba aceptar la regla y especialmente los días previos, con sus lloreras y crisis existenciales. Ante mi reacción de sorpresa —pero cómo, si es una pasada— concluyó que igual para mí, que tengo la boda próxima y la perspectiva de hijos más cercana era más sencillo de sobrellevar. Supongo que en un ambiente en el que se idolatra saber lo que hay que hacer y hacerlo sin miramientos, tiene sentido que no se nos enseñara nada, a pesar del colegio y los clubs femeninos, sobre este tema.
Muchas de mis amigas casadas (se han popularizado los cursos y másteres de métodos naturales) saben identificar sus días fértiles y calcular la llegada de la menstruación, pero no establecen una relación con las fases y su estilo de vida: todos los días funcionan bajo el mismo patrón sin tener en cuenta nuestro ritmo cíclico y sin adaptarlos a este.
Hemos crecido con la convicción de que la regla era un fastidioso añadido, un inconveniente, algo de lo que querríamos prescindir y no podemos, con el único consuelo de que sirve para tener bebés. Aunque tener presente la idea de nuestra capacidad de gestar vida es tan potente que, en mi opinión, bastaría para afirmar el privilegio de ser mujer, la verdad es que comprender el ciclo desvela que no es una carga sino una enorme ventaja y una parte importante de nuestra identidad. Abrazar cómo funciona el cuerpo femenino en vez de obstinarse en hacerlo funcionar al ritmo del hombre (ciclos de veinticuatro horas) se convierte en una guía innata que te impulsa a vivir más plenamente tu potencial.
La experiencia de tener la regla se volvió para mí más agradable cuando le quité el protagonismo y comprendí que formaba parte de un ciclo. Un ciclo que atraviesa cuatro fases que, de alguna forma, reflejan las estaciones de la naturaleza: cada mes mi cuerpo vive un invierno, una primavera, un verano, un otoño y cada estación requiere que sea vivida según sus características.
El invierno (menstruación) es la fase de la restauración en la que nuestro cuerpo nos invita a parar. Es el momento de un descanso más profundo, de recogimiento. Nos regala una oportunidad para escuchar nuestras necesidades, para soltar aquello que ya no sirve y prepararnos para comenzar con mayor fuerza y claridad.
La primavera (fase folicular) es la fase de la iniciativa. Ha llegado un renacer: es el momento en el que va volviendo poco a poco la energía, aparece el entusiasmo y nos llenamos de ideas frescas. Nos facilita un espacio de expansión creativa y vital, ideal para comenzar proyectos, trazar nuevas posibilidades, planificar.
El verano (fase ovulatoria) es la fase de la confianza en la que nuestro cuerpo y mente irradian seguridad y apertura. En estos días nos comunicamos con mayor claridad, crece el deseo de compartir, de conectar, de expresarnos. Es un momento brillante, fértil, no sólo para engendrar, sino también en las relaciones y las ideas.
El otoño (fase lútea) es la que peor fama tiene porque acostumbran a ser días de lloros y crisis, pero como las demás tiene también su superpoder: es la fase de la concentración. Durante estos días nos volvemos más detallistas, ordenadas, observadoras. Es el momento para revisar, organizar, cerrar pendientes. Es la época de volver a casa, del recogimiento, de preparar el terreno para el descanso del próximo invierno.
Una vez acompasas ese ritmo cíclico, se empieza a hacer evidente lo maravilloso y precioso que es. No era que hay días que la pereza te puede y otros que la tristeza te sepulta, ni que no tienes control por los antojos (oh, qué enorme diferencia comprender qué comer, cuándo incorporar más carne que mantenga los niveles de hierro, por ejemplo). El deporte, la oración, el trabajo, la vida social, la comida, el descanso… aparecen con una luz nueva cuando nos permitimos encajarlos en nuestro ritmo natural y no nos empeñamos en forzar ese ritmo innato a horarios y hábitos rígidos y sin posibilidad de adaptación.
Toda esta información es relevante para una misma y también para la pareja que irá aprendiendo —un aprendizaje muy hermoso, por cierto— a escuchar y a bailar con esas ondulaciones femeninas que, repito, no son una carga sino un privilegio.
Como es evidente, el ciclo menstrual no puede acaparar todo ni ser explicación inapelable o la excusa para nuestro comportamiento o emociones; sí puede, no obstante, convertirse en un marco para la introspección, para reflexionar sobre mi funcionamiento interior y para dar espacio a los cambios no como pendulazos intolerables sino como un enriquecimiento de la mirada.
Desde este rinconcito, lanzo una invitación a seguir explorando y, sobre todo, a reconocer los propios patrones para comenzar a vivir cada mes de forma más alineada con nuestra esencia femenina.
Muy interesante 😃. Lo incluimos en el diario 📰 de Substack en español?