Hace unas semanas, escribí un post en el que quería hablar de la alegría impuesta y asomó un poco mi experiencia en el opus dei. Este substack casi no tiene lectores y, aun así, recibí varios mensajes que me transmitían cuánto les había conmovido el texto, cómo se habían sentido identificados.
Unos días después, Max estrenó el documental de El minuto heroico. Me sorprendió la reacción victimista de la obra y de la gente afín, hablando de calumnias, ataques, mentando a las bienaventuranzas, afirmando categóricamente que el objetivo del documental era hacer daño, sin considerar siquiera que pudiera haber detrás una intención noble. Me han dolido mucho los comentarios en redes de gente de la Iglesia o de derechas burlándose de los testimonios y reduciendo una experiencia destructiva a un lol-qué-tortura-les-hacían-madrugar. Qué daño cuando estos tuits con sorna los escriben sacerdotes diocesanos. Me pregunto por qué resulta tan difícil compadecerse de quien lo ha pasado mal o por qué genera rechazo escuchar esas historias reales y reconocer los errores. ¿Por qué tanto miedo a la verdad?
Tal vez a ti, que eres adulto y que te levantas todos los días temprano para ir a trabajar, que procuras vivir las virtudes, que conoces el valor del sacrificio, te parece absurdo oír hablar del minuto heroico. Para los que hemos estado dentro es una imagen que evoca bastante bien el total de la vivencia. Las prácticas que se llevan a cabo en el opus dei (dormir en tabla, la ducha de agua fría, el minuto heroico, la confesión y la charla semanales, el plan de vida, etc., etc., etc.) no son en sí mismas malas, pero se pervierten al convertirse en formas de control, en medidores de santidad y en exigencias presentadas desde el desprecio. Está todo tan calculado que apenas hay espacio para el crecimiento espiritual. Otras prácticas, de las que también se habla en el documental, sí están mal: la captación de menores, la circulación entre directores de información íntima de los miembros, los trabajos sin contrato, que te lleven a psiquiatras de la institución y entren contigo a consulta, la idolatría al líder, la falta de libertad para llevar a cabo actividades normales —recordemos, que la obra no es una congregación de monjas sino una institución formada, así se repite mucho, por gente “en medio del mundo”—, y otras muchas cosas más que no sólo desconocen aquellos que tienen muchos amigos de la obra o que han ido a colegios o clubs, sino que también ignoran la mayoría de supernumerarios.
Me cuesta comprender cómo la crítica a una institución, ni siquiera a personas concretas, se tome en totalidad, se torne instantáneamente en un ataque gratuito. La obra no es el demonio, es evidente, y está llena de gente que busca a Dios y trata de hacer las cosas lo mejor posible. Que haya miembros del opus dei felices no invalida la realidad de los abusos. La denuncia busca la intervención de la Iglesia y pide justicia: está bien que hayan cambiado algunas cosas, pero si hubo delito hay que reconocerlo en alto y pedir perdón, cuando no restituir. Aunque, ¿quién puede restañar una vida robada?
Es muy difícil salirse del todo del opus dei. Todos conocemos a muchos ex numerarios que ahora son cooperadores o incluso supernumerarios. No era para mí, pero yo tengo mucho cariño a la obra. Le debo mucho. Como en todas partes, hay errores personales y me tocó vivir algunos, me faltaba visión sobrenatural, no fui suficientemente fuerte, era yo que no encajaba en esa forma de vida. Yo misma he tardado más de una década en darme cuenta de que este discurso no era mío. Pude hacerlo hace un año, cuando L me contó de pasada que se había sorprendido al recordar que con quince años el director de su club le había dado un cilicio y unas disciplinas. Se había sorprendido porque hasta entonces, hasta que le afloró el recuerdo ahora, a sus treinta y tres años y todo lo lejos del opus dei que puede estar alguien hijo y nieto de supernumerarios, era algo que no merecía ser destacado. Aquello que normalizamos se diluye en la percepción, por muy llamativo que sea desde fuera. Y ante esa anécdota que escuché desde mi yo adulto viendo a un L niño, imaginando lo que contaba sobre qué difícil era estudiar con el cilicio puesto, se alzó en mi interior la indignación: qué clase de locura era esa. Y así casi sin darme cuenta, se abrió un cofre que ni siquiera sabía cerrado porque lo había llegado a perder de vista. De pronto, se me hizo absurdo y doloroso, me llenó de rabia ver a cuántos adolescentes se manipula, se violenta, bajo la mirada permisiva de la Iglesia. La coincidencia de “errores de personas concretas” que hay entre mi paso por el opus dei y el de L —dos secciones, la de hombres y la de mujeres, a cinco mil kilómetros de distancia, ciudades distintas, años diferentes— ha sido al mismo tiempo un motivo de enfado (¿por qué se permiten?) y de alivio: es difícil transmitir el peso que se quita uno de encima cuando algo que le hizo sufrir se hace real, deja de ser “mala suerte”, deja de tener sentido que “yo” lo entendía mal, que “yo” no era suficiente. Ver el daño sufrido en el otro, en un ser querido, fue canal para sentir compasión por la B adolescente, para poder abrazarla, para poder decirle que aquello fue injusto.
Asusta mucho reconocer el abuso. A veces, abrir la caja de pandora puede suponer un quiebre personal tan grande, que compensa quedarse en la rueda, vivir disociado tratando de conjugar lo que dice mi intuición y aquello que me repiten que está bien o mal. Y si no es posible a fuerza de voluntad, entrarán en juego las pastillas. El hombre cree en la bondad y hace todo por aferrarse a los atisbos de ella, aún en circunstancias asfixiantes.
Mi papel no es convencer a nadie ni hacerle ver que esas migrañas, el insomnio, las pesadillas, los dolores inexplicables de estómago, las conductas obsesivas o la desesperanza sin origen tienen algo que ver con las formas del opus dei y muy poco con “algo en ellos”. No es mi lucha: la única forma de librarse es iniciando un proceso personal, en el que a mí me ha ayudado también acercarme más a los sacramentos y a las escrituras. Por otra parte, he logrado por fin una vida muy bonita como para meterme en la batalla contra una institución con tanto poder. Pero tampoco pretendo hacer como que no ha pasado nada y estas líneas buscan honrar mi experiencia. Lo que he vivido no es una opinión: esto pasó.
He visto los cuatro episodios que han sacado de El minuto heroico y me nace un profundo agradecimiento. Gracias a las trece mujeres que han salido a la pantalla a hablar, a contar una experiencia dolorosa: una violación del alma, como bien dice una de ellas. Gracias por vuestro testimonio, que es el mío y es el de tantos; escucharlo ha sido un abrazo. El paso por el opus dei es algo tan complejo, tan difícil de explicar, que este documental —con sus relatos personales y las intervenciones de profesionales— me ha hecho sentirme un poco menos sola: alguien lo ha entendido.
Muchas gracias Beatriz, que gusto da leerte con esa lógica y ese respeto a los que piensan distinto. Un abrazo linda!
He leído este artículo con el corazón en un puño. Desde que salí, me he pasado más de una década convenciéndome de que la Obra no tenía nada de malo, de que el problema era yo, de que simplemente no fui suficiente. Me reconocí en cada línea, en la confusión, en la culpa silenciosa, en el dolor que ha tardado 15 años en tener nombre.
El texto no solo pone palabras a lo que muchos hemos sentido, sino que honra la experiencia de quienes hemos pasado por ahí, de quienes normalizamos lo que nunca debió ser normal.